El genio de Brooklyn.

Mientras en Rusia se pensaba que Bobby Fischer aún no estaba al nivel de los mejores Ajedrecistas rusos, en el resto del mundo, donde los observadores eran más neutrales, estaban empezando a surgir cuestiones en torno al auténtico potencial de Fischer.

Su juego parecía haber dado un enorme salto evolutivo.

Estaba empezando a jugar “a otra cosa”.

De momento, eran solamente interrogantes, pero ¿quién podía asegurar dónde estaba su techo?

¿Cuál era su límite?

Era muy evidente que había mejorado, y mucho, con el transcurso de los años.

Los elogios de algunos maestros no soviéticos ya eran como una advertencia de que Fischer, pese a su escasa participación en torneos, podría estar alcanzando un nuevo y desconocido nivel superior a los demás.

Así Miguel Najdorf lo resumía con una extraordinaria frase, de las que mejor definen el juego de Fischer: “Si Bobby lanzase las piezas al aire, todas caerían en las casillas correctas”.

Yuri Balashov dijo: “¿Os dais cuenta de que Fischer casi nunca tiene malas piezas? Las intercambia, y las piezas malas se le quedan al oponente”.

Fischer tenía la rara habilidad de que sus piezas llegaban “al lugar indicado en el momento idóneo” y, en sus mejores momentos, su ajedrez desprendía una armonía sinfónica, casi al estilo de un Juan Sebastián Bach.

El nuevo Bobby había desarrollado un tipo particular de ajedrez posicional en el que todas las piezas parecían colaborar entre sí de una manera que solo podía ser calificada como mágica.

Un estilo con el que se dedicaba no a apuñalar a los contrarios con un ataque, sino a estrangularlos lentamente.

Su capacidad para captar la lógica interna de la posición sobre el tablero era privilegiada y utilizaba esa visión para crear más y más presión con cada nueva jugada, incluso aunque no pareciese estar atacando.

Más de un rival resumía sus partidas diciendo que llegaba un momento en que, sin saber muy bien cómo, se encontraban enfrentados a varios problemas en diversas partes del tablero.

Y eso que, por lo general, podían ver con anticipación cuál era el plan de Fischer, un plan que aparecía claro y cristalino.

El problema era que, aun viéndolo venir, no conseguían detenerlo.

Todos fracasaban y eran derrotados sin remedio.

Además, como Bobby podía leer la mayoría de posiciones sobre el tablero con rapidez y precisión, era uno de los jugadores más veloces del circuito y casi nunca tenía problemas de reloj.

De hecho, no era raro que llegase varios minutos tarde a sus partidas sabiendo que al final, de todos modos, le iba a sobrar tiempo.

Sus rivales, en cambio, se veían atenazados en una carrera contrarreloj después de haber gastado muchos minutos tratando de encontrar la manera de detener la avalancha del juego asfixiante de Fischer.

En cuanto a su técnica, los años de entrenamiento obsesivo lo habían convertido en lo más parecido a una computadora de ajedrez que existía por entonces.

Por ejemplo: en los finales de partida, cuando hay pocas piezas y resultan más importantes que nunca la técnica y el cálculo que la imaginación, su eficacia resultaba demoledora.

Tal como escribió Kasparov analizando alguno de aquellos finales, Fischer hacía “juego de ordenador”.

De hecho, cuando el propio Kasparov empezó a tener problemas en sus enfrentamientos con Deep Blue, llegó a comparar el juego de la supercomputadora de IBM con el estilo de Bobby Fischer.

Esa si que es toda una declaración, muy ilustrativa, sobre lo que el estadounidense había llegado a conseguir en su época.

A principios de los 70s.

No parecía posible ser detenido, así lo veían en todo el mundo, solo en Rusia no se habían dado cuenta y muy pronto iban a pagar las consecuencias de su menosprecio.

El genio de Brooklyn estaba por estallar y convertirse en el azote de todos.

La siguiente es la partida que le pone freno a la imbatividad de Fischer en manos de Petrosian.